ABUELOS

Existen los abuelos. Los encontramos en muchas casas, en muchas familias, en muchos ambientes. Han acumulado años de historia, de vida, de sinsabores y esperanzas y aguantan el tipo con dignidad. La edad, imperturbable, les juega malas pasadas, y lo que antes eran reflejos rápidos y pasos decididos se convierten ahora en gestos tímidos y torpes, cargados de poesía y de profunda humanidad.

Se han convertido en muchos casos en la referencia adulta y ética de sus nietos. Les acompañan a la Escuela, les van a buscar, se quedan muchas veces con ellos los fines de semana para que los padres puedan salir a airearse de sus variados trabajos. Incluso muchos de ellos hasta les hablan de Dios y les enseñan a rezar.

Además del cariño y el consejo, los abuelos regalan tiempo a sus nietos y nietas. Tal vez el tiempo sea hoy uno de los regalos que más necesitamos. En esta sociedad del vértigo y las prisas necesitamos tiempo para jugar, escuchar, reír… tiempo para saborearlo y perderlo con las personas amadas.

Una pandemia canalla e inhumana nos ha obligado a protegernos del mal de una manera tan dura que nos han robado los abrazos, los besos, las caricias, la cercanía y el roce. Ese virus asesino nos está robando también a los abuelos cuya salud queremos proteger.

Ahora les vemos asustados, tristes y alejados de los suyos, sin entender mucho lo que pasa. Incluso en esta situación hay abuelos que prefieren contagiarse a no ver a sus nietos. Si el virus destruye, no ver a sus nietos también apaga la vida. Además, la incertidumbre del tiempo que tendrán que aguantar para poder protegerles sin abrazar a los críos hace que la situación sea todavía más dolorosa. 

También vemos a los nietos, necesitados del abuelo y la abuela que derraman humanidad y ternura a cada momento.

Maldito virus que nos aleja y nos prohíbe los abrazos.

Maldito virus que nos separa para protegernos y nos blinda para estar seguros. Maldito virus que ha robado a los niños la ternura de sus abuelos y a los abuelos, los besos de sus nietos.

Dicen que los abuelos espolvorean polvo de estrellas sobre la vida de los nietos. Dicen que un mundo sin ellos no tiene corazón. Este mundo necesita abuelos y abuelas. No sólo los nietos, sino todos los que quieran construir su historia sin rencor escuchando y palpando el latir de las arrugas.

JOSAN MONTULL

ABUELOS Y ABUELAS

Abuelos y abuelas

Existen los abuelos. Los encontramos en muchas casas, en muchas familias, en muchos ambientes. Han acumulado años de historia, de vida, de sinsabores y esperanzas y aguantan el tipo con dignidad. La edad, canalla, les juega malas pasadas, y lo que antes eran reflejos rápidos y pasos decididos se convierten ahora en gestos tímidos y torpes, cargados de poesía y de profunda humanidad.

Un día, hace mucho tiempo, empezaron a hablarles de Dios a sus hijos. Era algo natural, sencillo. El ambiente y la vida de aquellos años favorecía una fe que la ósmosis transmitía. Fueron contando historias de Jesús, de su bondad y su amor, del drama de la cruz y de la alegría de la resurrección. Acompañaron a los hijos a su primera comunión con la ilusión a raudales e hicieron una fiesta sencilla, con canelones y pollo como manjar. Guardan la foto en la mesilla de noche y en el corazón. Se sentían orgullosos al ver a sus pequeños en la misa haciendo de monaguillos, muy formalitos ellos.

Y los más de ellos les llevaron al altar. Se emocionaron y recordaron en la Iglesia a los seres queridos que ya no estaban mientras celebraban la boda de sus retoños. Otros, sin entender el mundo que les tocaba vivir fueron al Juzgado o al Ayuntamiento y tuvieron que renovar la fe en sus hijos como la tenían en Dios del que tanto les habían hablado.

Y un día sus hijos les hicieron abuelos. Y el cariño, la ternura y el amor se renovaron con los hijos de sus hijos. Se estremecieron cuando los tomaron en brazos y, casi sin quererlo, les hicieron la señal de la cruz en la frente.

Sufrieron porque el bautismo de los nietos parecía que no iba a llegar nunca. Por fin, llegó, y renovaron la ilusión. Se desconcertaron al ver un banquete desmedido y un ambiente en el que en la fiesta se hablaba más del vino que de Jesús.

Y fueron creciendo con sus nietos. Y pasaron con ellos muchas horas, cuidando, acompañando, amando. Y siguieron testimoniando la fe. Volvían a hablar de Dios, de la Virgen, de los Santos…les empezaron a acompañar a la Iglesia, pero no daba la sensación de que a los padres de las criaturas les hiciera mucha gracia.

Y llegó la comunión de los nietos. Volvieron a encontrarles ante el altar, rodeados esta vez de fotógrafos y de cámaras…y en el Restaurante llenaron de agasajos y regalos a las criaturas en una fiesta en la que no faltaron los animadores y los agasajos.

Y, de nuevo, los padres de aquellos retoños se acomodaron en el silencio. Dios no aparecía en la casa…Los nietos crecían en medio de la indiferencia religiosa de sus progenitores. Y allí estaban los abuelos, volviendo a hablar de Dios, cada vez con la voz más queda y frágil. Aunque las criatura, más creciditas, les decían “abuelo, abuela…ya nos lo habéis contado”.

Existen los abuelos. Son héroes callados que anuncian a tiempo y a destiempo a Jesucristo en medio de un ambiente con frecuencia hostil o indiferente. Rezan, animan, acompañan, aman, dan, se emocionan…y testimonian a Jesús de Nazaret. Sus nietos son su parroquia, su testimonio es su predicación.

Cuando tantos educadores de la fe se desaniman, cuando los llamados agentes de pastoral quieren tirar la toalla, cuando tantos educadores cristianos ya no saben cómo hablar de Dios, el testimonio silencioso de los abuelos y abuelas se convierte en una lección de fidelidad extraordinaria.

Bendita Iglesia, que en estos hombres y mujeres tiene unos militantes extraordinarios.

Josan Montull

¡Muchas felicidades a todos los llamados Joaquín y Ana, y a todos los abuelos del mundo!