UN ÁNGEL Y UN JAMÓN

UN ÁNGEL Y UN JAMÓN

He vuelto a tener noticias de Carlos. Como siempre, me han sorprendido.

Carlos era un joven callejero, ladronzuelo y seductor, canalla y simpático, con el que tenía hace bastantes años una relación estrecha. Era uno de los tipos con más facilidad para robar que he conocido en mi vida. Al robo y la mentira se unía una extraordinaria simpatía capaz de desarmar al más pintado.

Recuerdo la noche que robó un jamón en una tienda del barrio. La guarida civil organizó un dispositivo espectacular para detener al ladrón. Los tejados bajos de las casas del barrio que habían sido fabricadas por sus moradores se convirtieron en el escenario de una persecución espectacular. Al final, detuvieron al ladrón…pero no apareció el jamón. Todas las búsquedas repetidas que hizo la benemérita aquella noche fueron infructuosas. Por lo visto Carlos tiró el jamón y un vecino avispado lo recogió.

Al día siguiente, cuando subí al barrio, ya entrada la noche, para una reunión, en la calle había una fiesta improvisada, todos bebían vino y comían jamón entre risas. A mí me invitaron. No hacía falta preguntar de dónde había salido el jamón. Eran otros tiempos.

Un día llegó Carlos pálido a mi casa. Me dijo que necesitaba urgentemente dejar el barrio y el pueblo. Su poder de seducción y sus artes amatorias, le habían metido en la cama de una señora casada y su marido había jurado que le iba a matar. No iba la cosa en broma; el fulano en cuestión no llevaba bien eso de los cuernos y llamó a su familia de Badajoz. En el barrio se organizó una cacería. Nadie sabía nada pero los tipos aquellos no perdían comba.

Llamé a un cura amigo de Zaragoza y le pedí asilo en una granja de Cáritas para transeúntes. Al día siguiente, a las 6 de la mañana, Carlos estaba en mi casa. Con mi amiga Carmina, monja salesiana, llevamos a Carlos a Zaragoza. Urgía esconderlo. Nadie, ni tan siquiera su madre ni su última compañera (siempre había una última compañera) iban a saber dónde estaba.

Llegamos a Zaragoza con tiempo. Habíamos quedado con mi amigo en la plaza del Pilar. Carlos miraba todo escrutándolo, nunca había visto una plaza tan grande. Dijo que iba a entrar en la Iglesia. Pídele a la Virgen, le dije, que la cosa te vaya bien y que te ayude a sentar la cabeza. Entro extasiado en el Pilar persignándose en cada altar mientras miraba todo impresionado. Robó piadosamente varias velas que encendió muy devoto. Cuando salimos me dijo: Josan, esto no va a poder ir bien; me he dado cuenta que me he encomendado a la patrona de la Guardia Civil.

Le fui a ver varias veces. Estaba contento. No robaba pero le seguían tirando las faldas –y de qué manera- siempre me presentaba algún nuevo amor diciéndome Esta es la única mujer que me ha comprendido. Y la chica miraba embelesada a aquel seductor sináptico.

Desde hacía años ya no supe nada de él. Le imaginaba buscándose la vida con su picardía y su sonrisa. Nunca he tenido duda de que saldría adelante. Lo cierto es que Carlos había nacido en la calle, nunca había conocido a su padre y su madre tuvo que buscarse la vida como pudo para sacar al chaval adelante.

Pero el otro día me llamó Carmina, la monja amiga y me dijo que la madre de Carlos estaba muy enferma y, cuando empezaron a buscarlo, se enteraron de que Carlos había muerto hacía más de cinco años; sólo, en un banco de una calle zaragozana.

Se me heló la sangre mientras me pedían que averiguara en qué cementerio de Zaragoza estaba enterrado. Al ponerme en contacto con los curas del cementerio me dijeron que no había nada que hacer; que al pasar cinco años, si nadie reconoce el cadáver, lo tiran a una fosa común.

Mecagüen la leche, Carlos, toda la vida escapando para acabar así. Toda la vida escondiéndote y has escondido hasta tu cadáver. Qué borde es la historia para los parias y desheredados. Qué sociedad tan hipócrita es ésta, que deja que la gente pobre se muera en la calle con una soledad en la que siempre han sido condenados, mientras los ricos -que roban mucho más que un jamón y que se meten en muchas más camas ajenas- salen en la tele vendiendo sus vergüenzas y dándonos la impresión de que en esta España cañí atan los perros con longaniza.

Qué mal me has hecho sentir, Carlos, tío. Menos mal que te imagino en el cielo. Habrás entrado, como todos los pobres, por la puerta grande, con un jamón bajo el brazo y tu sonrisa seductora. No convencido de que los ángeles no tienen sexo, le habrás dejado el jamón a San Pedro y te habrás adentrado entre las nubes celestiales tocando palmas, con tu mejor estilo flamenco, buscando alguna ángela que te ponga. Y de pronto, en plena búsqueda, allí, al fondo, habrás visto el rostro de una mujer que se parece mucho a tu madre. Te habrás acercado y la mujer te habrá dicho: Dame un beso, hijo mío, se acabaron las penas. Y tú, al reconocerla, te habrás quedado boquiabierto y, emocionado y con lágrimas en los ojos al experimentar tanta ternura habrás dicho, Coño, si es Virgen del Pilar.

Descansa en paz, Carlos Páez, descansa en paz.

JOSAN MONTULL

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