Salesiano, cura, profesor, licenciado en teología, twittero, educador, cinéfilo, teatrero, tertuliano, remo a contracorriente y apuesto a perder, uso el micro en la radio, el show en las tablas, la pizarra en el aula, el juego en el patio, la broma en la calle, la pluma en la prensa y todo lo que sea menester para acercar a Jesús a los chavales y construir una Iglesia sencilla y profunda donde todos puedan sentirse queridos y en casa.
Ocurrió en Irlanda, cuando el verano comenzaba a asomarse, a pesar de la baja temperatura que había en el paseo marítimo de Brey, en Dublín. Trece adolescentes de 15 y 16 años del Instituto Humanejos de Parla que se encontraban de viaje de estudios y observaron cómo había un cuerpo inerte, flotando boca abajo mientras intentaba moverse con dificultad.
Pronto se dieron cuenta de que aquella mujer se estaba ahogando. A pesar de que muchos adultos transitaban el paseo, indiferentes, estos chavales no lo pensaron mucho y se lanzaron al mar para salvarla. El agua estaba muy fría y fueron avanzando hacia el cuerpo de la mujer. «Cuando llegamos a ella estaba boca abajo, morada y echando espuma por la boca», cuentan. Cada uno la agarró por un lado para poder sacarla. El agua estaba a 11 grados. “Intentábamos arrastrarla, pero era una mujer grande y el agua estaba tan fría que te rompía los pulmones”, dicen. Una de las chicas, Ainhoa, se lesionó mientras intentaban salvarla. Entre caídas y goles contra las olas, alcanzaron la orilla y consiguieron reanimarla. Los adultos se limitaron a sacar sus móviles para grabar la escena, sin hacer nada por ayudar.
Cuántas veces, al hablar de los adolescentes, sin quererlo, proyectamos los estereotipos que corren por ahí: adictos a las redes, egolatrías, indiferentes, superficiales…y, sin embargo, estos chavales nos han dado una lección extraordinaria de solidaridad en medio del riesgo, una solidaridad que salva vidas y estrecha los lazos de amistad entre los salvadores mientras estos hechos van dando sentido a sus vidas.
Estos 13 chavales iluminan un mundo oscuro en el que los adultos condenamos con frecuencia y nos escondemos en nuestra comodidad. Su acción nos ha proporcionado un testimonio precioso y una enseñanza extraordinaria, así, sin pensarlo mucho, con la espontaneidad y generosidad propia de los quinceañeros.
Hay muchos, les aseguro, muchos chicos y chicas jóvenes, que –como los héroes de Parla- se lanzan a contracorriente para dar vida a mucha gente.
Mientras esto ocurría muchos adultos hacían sonar tambores de guerra, desangraban Gaza y arruinaban países enteros. El Talmud dice que “Quien salva una vida salva a la Humanidad”. Estos chavales, una vez más, son profetas de la esperanza…salvadores de la Humanidad.
JOSAN MONTULL
Los ‘Ocho de Parla’, héroes adolescentes al rescate de una mujer en la costa de Irlanda: “La gente no hacía nada, solo nos grababa” FOTO: Álvaro García MEDIO: elpais.com
Reparto: Christian Checa, Hugo Welzel, Estefanía de los Santos, Luna Pamiés, José Manuel Poga.
La problemática de los jóvenes de ambientes populares ha sido llevada muchas veces al cine con mayor o menor acierto. Esta vez David Valero firma una película magnífica que remueve las tripas y provoca una profunda reflexión. “Enemigos” es una película social que no deja indiferente y que invita al dialogo después de su visionado.
Chimo (Christian Checa) y El Rubio (Hugo Wetzel) son dos adolescentes de barrio en Alicante, víctima y verdugo, acosado y acosador, que han crecido siendo enemigos irreconciliables. Un día, Chimo tiene la oportunidad de vengarse y decide llevar a cabo su plan sin imaginarse las consecuencias que esto tendrá en las vidas de ambos.
Las primeras escenas del film son estremecedoras, El Rubio y dos amigos persiguen incansablemente a Chimo. Cuando le cogen (ocurre varias veces en la película) le humillan, le pegan y le roban. Chimo se queda temblando, incapaz de moverse, saltando cuando los canallas se lo piden mientras e graban y aguantando la humillación y las palizas. El espectador participa de la pesadilla y la indefensión de Chimo y se siente indignado ante la situación que está viviendo, participa del odio hacia el Rubio, un tipo miserable y sádico que disfruta viendo el terror de su víctima.
La madre y la hermana de Chimo no saben qué hacer para ayudarle. El chaval es noble, bueno, responsable, trabajador y con unos sentimientos humanos encomiables.
La casualidad hace que un día, mientras Chimo lleva a su demenciado abuelo a la rehabilitación, se encuentre frente a frente con el Rubio, el despiadado y cruel chaval que le ha amargado desde la infancia y que ahora ha sufrido un terrible accidente. En este encuentro ambos son capaces de mirarse cara a cara y de descubrir los secretos de cada uno, secretos que esconden sufrimiento.
¿Qué harías por tu enemigo? Le pregunta Chimo a su madre, una mujer extraordinaria. La pregunta va dirigida al espectador, que se encuentra con un dilema ético importante: ¿es lícita la venganza? ¿tiene sentido el perdón?
El director rueda un film estupendo, contundente y bien acabado, que es acompasado por música urbana con letras que impactan como impacta la historia.
La película es un canto a la amistad, una reflexión dura y hermosa sobre el odio y la compasión. Los dos jóvenes protagonistas están sensacionales; sus peleas, versos, lágrimas, diálogos y risas dan a la obra una verosimilitud extraordinaria.
Recomendada cien por cien para educadores y adolescentes. “Enemigos” es una historia de redención a través de la entrega que supera el rencor, una historia para ver, conmoverse y hablar de ella.
Desde hace un tiempo se está hablando del suicidio. Ha sido un tabú y hemos intentado esconder el tema para no provocar estigmas en las familias que han vivido en su seno este drama, pero lo cierto es que la cuestión está ahí y cada vez preocupa más, sobre todo sabiendo que es la mayor causa de mortalidad entre los jóvenes de 15 a 29 años, por encima, incluso, de los accidentes de tráfico. La realidad es así de fría y dura: en nuestro país están creciendo preocupantemente los suicidios de niños y jóvenes.
No podemos mirar a otro lado, hay adolescentes y jóvenes en nuestros ambientes que manifiestan poco apego a la vida, menosprecio de sí mismos y la certeza de que son una carga para los demás.
El bulling, la despersonalización de las redes sociales, el culto a la estética y al dinero, la falta de buenos modelos de identificación, la banalización de la vida… no sabemos dónde está la causa. Por otra parte, nuestro modelo cultural está arrinconando la trascendencia y menospreciando lo religioso, de modo que la vida humana no tiene una visión que mira al más allá. Por eso deberíamos preguntarnos qué es lo que le pasa a una sociedad del bienestar cuando aumenta el número de chavales que no quieren vivir.
Incluso se detectan cada vez más trastornos psiquiátricos y mentales en los adolescentes. Si, además, hay utilización de estupefacientes, las conductas tienen más peligro.
Habrá que revisar qué estamos haciendo mal, qué valores transmite nuestra sociedad, qué modelos de referencia tienen nuestros chavales y cuáles son sus expectativas de futuro.
Urge que en nuestros ambientes educativos detectemos esta problemática. El nihilismo y la falta de sentido de la vida se están instalando en muchos ámbitos sociales. La intolerancia a la frustración que tienen muchos jóvenes a los que todo se les ha consentido lleva a algunos a la depresión y el abatimiento ante las contradicciones y dificultades que la vida presenta.
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Un gran educador, Don Bosco, decía que no sólo había que amar a los jóvenes, sino que estos debían sentirse amados. Tal vez en los sistemas sociales y educativos se haya relegado el amor. Un niño que no se siente querido no se querrá a sí mismo. Es necesario que los chicos y chicas se sientan queridos, animados, comprendidos. Urge dejarles hablar, ayudarles a que descubran lo mucho que valen. Hay que hacer posible que descubran en sus educadores a hombres y mujeres que dan testimonio, con sus acciones, de que la vida es un don maravilloso que hay que cuidar y construir.
Cada suicidio infantojuvenil es un signo terrible que pone de manifiesto las deficiencias de un estilo social que hemos creado y que va estigmatizando y dejando de lado a numerosos adolescentes. No podemos cerrar los ojos; tenemos que preguntarnos qué está pasando.
Atrevámonos a construir la vida. Atrevámonos a vivir.
(texto especialmente destinado a mis alumnos y alumnas de DECA, asignatura “Religión, cultura y valores”).
La vida del príncipe Shidarta no podía ser más placentera. Corría el siglo VI antes de Cristo y en las hermosas montañas del Nepal se alzaba majestuoso el bellísimo palacio de la familia del príncipe Shidarta. Rodeado de bosques frondosos, tranquilos lagos y verdes prados, el palacio era una filigrana arquitectónica deliciosa cargado de caprichos delicados: baños de agua caliente, bodegas de vinos aromáticos, salas de juegos y recreo, observatorio astronómico, grandes cocinas en las que se preparaban platos sustanciosos y pasteles sabrosísimos. Todo, absolutamente todo, estaba a disposición del joven príncipe Shidarta. De las más remotas tierras del Tibet habían llegado afamados profesores de lectura, escritura y arte marciales para ejercer de preceptores del futuro rey. Incluso unos ramilletes de hermosas adolescentes estaban preparadas para seducir a Shidarta y mostrarle las más refinadas artes amatorias de Oriente.
Todo un palacio para un joven. Todo un ejército de sirvientes para hacer de su vida una delicia permanente. Cualquier deseo de Shidarta -por extraño que fuera- se convertía en una orden para los abnegados lacayos. Nada que el príncipe deseara dejaba de cumplirse; si quería un pastel a medianoche, si quería un baño de agua templada en el más duro invierno, si deseaba navegar en barca en la madrugada… todo era inmediatamente dispuesto para no contrariar al joven príncipe. Los preceptores sólo impartían sus clases cuando el príncipe así lo disponía, los cocineros sólo guisaban la comida que el pequeño Shidarta apetecía. Todo el palacio, sus bosques, sus lagos, sus cascadas y sus parajes más extraordinarios parecían rendir pleitesía al futuro rey. Todo, excepto los muros. A varios kilómetros del palacio se extendía -rodeando a éste- un fabuloso conjunto arquitectónico de altos e infranqueables muros vigilados por guardias reales. La misión de los guardias no era la de impedir que alguien entrara desde fuera -cosa del todo improbable- sino vigilar para que una persona jamás saliera de dentro. Esa persona era el príncipe. Y es que -según ordenaba la tradición- el futuro rey no podía salir hasta que cumpliera la mayoría de edad. Su vida era tan valiosa que debía ser siempre protegida. Había pues que eliminar cualquier influjo extraño al palacio. Shidarta podía hacer cuanto deseara dentro de los muros, pero no podía ni tan siquiera mirar lo que se encontraba fuera.
Conforme el príncipe fue creciendo, el deseo de salir tras de los muros se iba convirtiendo casi en una obsesión. Tan apenas tenía hambre, nada le apetecía ni le llenaba…sólo quería salir más allá de los muros. Las cosas que antaño fueron su delicia y causa de su alegría se le antojaban ahora aburridas y vacías. Tan sólo la obsesión por salir del palacio alimentaba sus noches de insomnio.
Le costó mucho sobornar a aquel débil guardia para que le dejara salir. El miedo a que se supiera en palacio que el príncipe estaba huido aterraba al guardián; pero las monedas que Shidarta depositó calladamente en su mano y la promesa firme de que con el alba regresaría bastaron para convencer al guardián que, sigilosamente, le abrió una de las puertas de la muralla.
Shidarta se vio, por primera vez en su vida, fuera de las murallas de palacio. Le resultaba extraño, pero se encontraba raramente seguro de sí mismo. Se alejaba corriendo en medio de la noche bañada por la luna llena mientras el corazón le latía con fuerza ávido, como estaba, de nuevos descubrimientos. El reflejo plateado de la luna sumergía a la noche en un halo mágico. Lo desconocido del terreno salpicado de luna hacían que cada paso fuera un descubrimiento para Shidarta; todo era desconocido y fantástico; todo, mágico y hermoso; todo, incluso el cuerpo de aquel mendigo que dormitaba en medio del camino y a quien casi arrolló el príncipe.
– ¿Quién eres? -dijo el mendigo- me has despertado.
–Soy el príncipe Shidarta Gautama– contestó asustado el joven.
El mendigo palideció y, casi instintivamente, se puso de rodillas frente al joven en señal de sumisión.
– ¿Qué estás haciendo aquí? preguntó el príncipe.
– Pido limosna, alteza; No tengo nada y me veo en esta humillación. Ya sé que voy sucio y mal vestido; pero no tengo otras ropas; sé que mi rostro es famélico, pero el hambre me ha labrado las arrugas que veis. Sé que soy desagradable a la vista, pero soy pobre, señor.
El joven príncipe estaba desorientado.
– ¿Pobre?… ¿qué es pobre?; ¿hambre?… ¿qué es hambre?
– El Hambre -contestó el mendigo- es el más terrible de los tormentos. La vida sin alimento se convierte en una pesadilla. El estómago se rebela indignado, las piernas se niegan a seguir caminando, los brazos se niegan a seguir abrazando, los ojos se niegan a seguir viendo, el corazón…
El mendigo estalló en llanto. No pudo continuar. Se sintió avergonzado de llorar ante un príncipe. Éste lamentó no llevar ningún alimento que darle para que aplacara sus lágrimas. Shidarta estaba impresionado; nunca había visto lágrimas en los ojos de un hombre; nunca en su palacio le había faltado la comida ni tan siquiera a los perros. El primer encuentro tras el muro le había desconcertado. Hasta entonces había entendido todo lo que ocurría en palacio, pero esta vez no entendía ni las lágrimas del mendigo ni los acelerados latidos de su propio corazón. La verdad es que no estaba asustado, simplemente no entendía.
El camino seguía dibujando graciosas formas teñidas de luna; la belleza de aquella oscuridad plateada le estaba haciendo olvidar aquel extraño encuentro con el mendigo; la noche era una grande sinfonía de grillos, ramas y aves diversas. Todo era armonía mientras seguía caminando; todo, menos aquel desgarrador grito, como un aullido, que salía de una escondida choza. Creyó -espantado- que era un animal; estaba equivocado, era el grito de un hombre.
El príncipe entró en la choza iluminada por un débil fuego. Una mujer demacrada estaba sentada en el suelo junto a su hijo, que se encontraba tumbado en tierra, tapado con una sucia manta. Parecía un hombre joven. Todo su cuerpo estaba temblando. Su rostro dibujaba la mueca terrible de la enfermedad y el dolor. Shidarta nunca había visto un rostro tan desencajado.
– ¿Qué estáis haciendo aquí? -pregunto.
–Alteza, mi hijo está muy enfermo. La fiebre se ha apoderado de él y está sufriendo mucho. Hace unos días todavía podía hablar, pero hoy la enfermedad le impide prácticamente articular cualquier palabra.
El muchacho iba gimiendo en el suelo mientras se iba moviendo convulsivamente. En uno de esos movimientos lanzó su mano hacia el príncipe y le sujetó el brazo.
El joven Shidarta se asustó.
– ¿Qué haces?…¿qué quieres de mí?
Los ojos desorbitados del enfermo se clavaron en la mirada del príncipe.
–Siento dolor…mucho dolor- dijo casi imperceptiblemente.
–Ha hablado, alteza, os ha hablado -dijo la madre.
Shidarta no sabía qué responder. A decir verdad no sabía si le habían preguntado algo. No sabía ni tan siquiera que hacía allí.
– ¿Dolor? -dijo tembloroso- … ¿qué es dolor?
–Dolor -respondió la madre- es la más terrible sensación que se incrusta en la carne. Es el sufrimiento que te lleva a maldecir la vida, es el ansia de querer prescindir de parte de ti. Es el tormento maligno instalado en tu casa más cercana, tu cuerpo. Es el tributo a la condición humana…
Shidarta se estaba mareando. Era una sensación que jamás había sentido. Sólo una vez -recordaba- cuando tras una comida bebió varios vasos de un néctar dulce y sabroso había sentido algo semejante. Pero aquel día su preceptor le explicó que aquel néctar contenía alcoholes traicioneros que, bajo apariencias sabrosas, escondían traicioneros peligros cuando de él se abusaba.
La luna iluminaba, ya más suavemente, el camino que serpenteaba ante los ojos del príncipe que seguía corriendo. La huida tras de los muros no estaba respondiendo a lo que él tantas noches había imaginado. Pensaba ahora, mientras corría, qué debían estar haciendo en palacio; seguramente estarían casi todos plácidamente durmiendo. Pronto se levantarían los cocineros para comenzar a preparar los manjares del príncipe. Seguramente la temperatura era más agradable que en medio del camino, puesto que estaba empezando a sentir frío.
Absorto en medio de estos pensamientos casi no se dio cuenta de las antorchas que se le acercaban en medio de grandes gritos y sollozos.
Era un cortejo fúnebre. Las plañideras gritaban escandalosamente manifestando dolor por la muerte y solidaridad con la familia del difunto. Seis jóvenes llevaban la camilla con el cadáver tapado con una sábana. Tras de ella, la familia bañada en lágrimas seguía en silencio. Al ver al príncipe, el cortejo se detuvo.
– ¿Quiénes sois? ¿qué hacéis? ¿dónde vais a estas horas? -preguntó cada vez más desconcertado.
–Vamos al pueblo de mis antepasados, alteza -contestó un hombre de pocos cabellos- allí haremos una pira para entregar a los dioses el espíritu de nuestra difunta hija. Murió ayer, al caer de un árbol en el que jugaba.
Shidarta levanto tembloroso la sábana que cubría el cadáver. El hermoso y pálido rostro de una niña se le presentó a sus ojos.
–Es muy hermosa – dijo el príncipe- ¿cuántos años tiene?.
–Tenía doce años -contestó el padre.
Shidarta tenía muchas preguntas.
– ¿Por qué no habla?, ¿por qué no sonríe?, ¿por qué no se mueve?
Nadie contestó.
– ¿Tiene hambre?…¿tiene dolor?
– No -dijo el padre de la niña- Somos nosotros los que tenemos dolor.
– Pero…no estáis enfermos.
– No. Es otra clase de dolor. El más terrible de todos, el que produce la muerte de los seres amados.
– ¿Y ella? -insistió el príncipe- ¿no tiene ese dolor?
– No puede -respondió serenamente el padre- está muerta.
– ¿Muerta?…¿qué es muerta? ¿por qué si es ella la que ha muerto el dolor lo tienes tú?
– La muerte es así de extraña– contestó.
– Pero -palideció el príncipe- ¿qué es la muerte?
…
Apenas llegaron los primeros rayos del sol del amanecer a acariciar el palacio, el guardia abrió la puerta al joven príncipe. En los jardines todo era igual…la misma paz, la misma monotonía, los mismos sonidos… Sólo el corazón de Shidarta había cambiado.
Al cabo de pocos años, cuando el príncipe fue mayor de edad, renunció al trono con gran sorpresa de todos, se vistió de harapos y abandonó el palacio para siempre. Desde entones dedicó toda su vida a encontrarse a sí mismo y a luchar para combatir desde la serenidad el dolor de todos aquellos hombres y mujeres que se encontrara en su camino.
Cuando murió, al príncipe Shidarta Gautana todos cuantos le conocían le llamaban Buda, el iluminado. Era el siglo VI antes de Jesucristo. Hoy su influencia llega a millones de seres humanos que -como el joven príncipe- deciden explorar lo que hay tras de sus propios muros.