Salesiano, cura, profesor, licenciado en teología, twittero, educador, cinéfilo, teatrero, tertuliano, remo a contracorriente y apuesto a perder, uso el micro en la radio, el show en las tablas, la pizarra en el aula, el juego en el patio, la broma en la calle, la pluma en la prensa y todo lo que sea menester para acercar a Jesús a los chavales y construir una Iglesia sencilla y profunda donde todos puedan sentirse queridos y en casa.
Existen los abuelos. Los encontramos en muchas casas, en muchas familias, en muchos ambientes. Han acumulado años de historia, de vida, de sinsabores y esperanzas y aguantan el tipo con dignidad. La edad, imperturbable, les juega malas pasadas, y lo que antes eran reflejos rápidos y pasos decididos se convierten ahora en gestos tímidos y torpes, cargados de poesía y de profunda humanidad.
Se han convertido en muchos casos en la referencia adulta y ética de sus nietos. Les acompañan a la Escuela, les van a buscar, se quedan muchas veces con ellos los fines de semana para que los padres puedan salir a airearse de sus variados trabajos. Incluso muchos de ellos hasta les hablan de Dios y les enseñan a rezar.
Además del cariño y el consejo, los abuelos regalan tiempo a sus nietos y nietas. Tal vez el tiempo sea hoy uno de los regalos que más necesitamos. En esta sociedad del vértigo y las prisas necesitamos tiempo para jugar, escuchar, reír… tiempo para saborearlo y perderlo con las personas amadas.
Una pandemia canalla e inhumana nos ha obligado a protegernos del mal de una manera tan dura que nos han robado los abrazos, los besos, las caricias, la cercanía y el roce. Ese virus asesino nos está robando también a los abuelos cuya salud queremos proteger.
Ahora les vemos asustados, tristes y alejados de los suyos, sin entender mucho lo que pasa. Incluso en esta situación hay abuelos que prefieren contagiarse a no ver a sus nietos. Si el virus destruye, no ver a sus nietos también apaga la vida. Además, la incertidumbre del tiempo que tendrán que aguantar para poder protegerles sin abrazar a los críos hace que la situación sea todavía más dolorosa.
También vemos a los nietos, necesitados del abuelo y la abuela que derraman humanidad y ternura a cada momento.
Maldito virus que nos aleja y nos prohíbe los abrazos.
Maldito virus que nos separa para protegernos y nos blinda para estar seguros. Maldito virus que ha robado a los niños la ternura de sus abuelos y a los abuelos, los besos de sus nietos.
Dicen que los abuelos espolvorean polvo de estrellas sobre la vida de los nietos. Dicen que un mundo sin ellos no tiene corazón. Este mundo necesita abuelos y abuelas. No sólo los nietos, sino todos los que quieran construir su historia sin rencor escuchando y palpando el latir de las arrugas.
Han pasado de ser llamados “Don” o “señorita” a ser llamados “profes” y a ser conocidos ahora por su propio nombre.
Han oído muchas veces aquello de “Trabajas menos que un maestro”. Han tenido que saborear la amargura de la incomprensión de familias que con frecuencia les indican cómo tienen que poner las notas y hasta qué notas deben poner a sus hijos.
Han vivido el surrealismo de soportar siete leyes de educación en los años de democracia y ya se preparan para una nueva porque la clase política ha sido incapaz de llegar a un pacto educativo que simplifique las cosas.
Se han tenido que adaptar y readaptar a mil jerigonzas pedagógicas. Cada vez tienen que programar de una manera más escrupulosa y minuciosa; la burocratización del sistema los lleva a estar largas horas redactando informes cada vez más complejos. Hablan ahora de estándares, mínimos, competencias, proyectos, objetivos, criterios… Aunque hayan terminado cansados, se llevan el trabajo a casa, corrige, piensan, organizan…preparan el día siguiente.
En el confinamiento tuvieron pocos días, pocas horas, para poner todo su saber en la red. La urgencia les obligó a organizar toda la vida escolar en las redes sociales para que la Escuela, que quedaba cerrada, se intentara abrir en cada casa. Fue agotador. Muchos tuvieron que hacer un esfuerzo ímprobo para conocer y dominar técnicas digitales que, con la edad, se manifiestan cada vez más inasequibles.
Están ahí, los maestros y las maestras, trabajando mucho, acompañando…resistiendo.
La pandemia nos dio a conocer a los héroes cotidianos que cuidan de nuestra salud. Por eso cada tarde salíamos a las ventanas a aplaudir emocionados a los sanitarios que se dejan la piel y, paradójicamente, la salud para curarnos de mil dolencias. Junto a los sanitarios, recordábamos a los policías, los militares, los transportistas, los farmacéuticos, los basureros, los reponedores, los comerciantes…y todos aquellos que se entregaban para animar la vida que se había aletargado.
Es justo que ahora aplaudamos a los maestros y las maestras. Cerraron las Escuelas, pero convirtieron las casas en Escuelas. Las volvieron a abrir adaptándose a la compleja y variable normativa sanitaria para que los centros escolares fueran lugares seguros donde los niños y niña pudieran sentirse acogidos y socializados. En ningún momento dejaron a los chavales…dieron lo mejor de sí mismos para que la Educación siguiera haciéndose real en tiempos tan difíciles.
Hoy nuestros niños y niñas están sometidos a un bombardeo tecnológico que endiosa la inmediatez y la superficialidad; viven en un mundo donde el alboroto y el relativismo ético se han convertido en normales. Hoy, más que nunca, nuestros niños y niñas necesitan a los docentes. Los maestros y las maestras –a veces tan poco comprendidos- son insustituibles; animan a sus alumnos a descubrir los misterios del Mundo y el Misterio de sí mismos. Son sembradores de futuro, referentes morales que, cargados de paciencia y de cariño, dejan huella en muchas vidas.
Por eso, para ellos y ellas, desde las ventanas del corazón, el mejor de los aplausos.
De nuevo los jóvenes están en la palestra mediática porque, al parecer, hay en ellos un continuo menosprecio de las normas sanitarias. Las fiestas privadas y los botellones se han convertido en una fuente importante de contagio en la pandemia que, además, solivianta a la población al ver un acto de irresponsabilidad manifiesta.
Nada que objetar al respecto, a todos se nos ponen los pelos como escarpias cuando vemos en los medios esas situaciones de jóvenes que se saltan la ley, sin mascarillas ni distancias de seguridad, y ponen en peligro la salud de todos.
Hay, es sí, unas cuantas cosas que quisiera decir al respecto:
La pandemia nos ha exigido una forma de relacionarnos absolutamente a contracorriente. Hemos pasado de lo bueno del compartir, a no prestar nada nuestro; de lo bueno de relacionarnos a la exigencia de guardar distancias; de la grandeza de una reunión de amigos o de familia a tener que contar con cuántos podemos reunirnos; del “dale un beso al abuelo” al “no te acerques que lo puedes contagiar”.
Lo cierto es que las personas necesitamos acercarnos, abrazarnos, besarnos, tocarnos…necesitamos expresar el afecto, lo que somos y sentimos a través del contacto corporal y la cercanía física. Todo eso ahora se nos ha vetado, y es lógico que así sea, pero supone una contención al impulso que ciertamente nos violenta e implica un autocontrol de mucha madurez.
Durante el desconfinamiento se pensó en los ancianos para que salieran a pasear, en los adultos para que salieran a hacer deporte, en los niños para que tuvieran sus espacios horarios… pero los adolescentes y jóvenes no tuvieron en ese momento su espacio para la fiesta y la amistad.
En la adolescencia y la juventud, todos los sentimientos están a flor de piel y hace falta un autocontrol extraordinario para reprimirlos, por eso comprendo –que no justifico- esos estallidos de fiesta incontrolada de grupos de jóvenes.
No obstante, hay algo que también tiene que ser resaltado; el botellón ya estaba ahí, y ya estaba prohibido… pero nadie hacía nada por denunciarlo y perseguirlo. Los chavales se han acostumbrado a saltarse la ley con total impunidad, sabiendo que la autoridad -paternalista y blanda hasta las trancas- mira para otro lado. Nunca se ha buscado una solución al tema del botellón, por más que fuera ilícito, y nuestros jóvenes se han acostumbrado a una ilegalidad consentida en la que se mueven muy cómodamente. Ahora nos llevamos las manos a la cabeza por el peligro de los contagios, pero hasta ahora nadie ha hecho gran cosa para evitar estas movidas multitudinarias que acaban dañando a los mismos jóvenes.
Hay una cuestión más. Las autoridades han perdido toda credibilidad moral para pedir nada. Nuestros chavales están hiperconectados con la red, pueden chatear y comunicarse inmediatamente con miles de personas, pueden incluso sumergirse en los juegos de azar permitidos y hasta promovidos por muchas administraciones públicas, pero, sin embargo, están desconectados de los representantes políticos y lo que estos digan les trae sin cuidado. Y tiene su lógica. El espectáculo de nuestros representantes políticos, siempre enfrentados, divididos, con el insulto como estrategia, con temas baladíes que resucitan para alentar la confrontación, con riqueza acumulada de quienes son servidores públicos…este espectáculo permanente en medio de una situación tan dramática como es la pandemia, les desacredita ante los jóvenes que ignoran cualquier consejo que venga de ellos. Tristemente hoy muchos políticos les pueden decir bien pocas cosas a los jóvenes.
Claro que esto no es una patente de corso para que nuestros chavales puedan hacer lo que les dé la gana poniendo en juego su salud y la de los demás. Les va a tocar a los educadores, enseñantes, sanitarios y voluntarios orientar a los jóvenes llamándoles a la paciencia, el respeto y la prudencia. Es mejor que los representantes políticos no digan nada, casi puede ser contraproducente; dejen a los profesionales de la educación esta tarea nada fácil.
Finalmente, me parece necesario añadir algo. Cada vez que los medios hablan de los jóvenes lo suelen hacer negativamente. La estigmatización de los chavales es permanente. Basta con poner la palabra “jóvenes” en el buscador de Google, para que inmediatamente aparezcan los botellones, los contagios, los excesos, las multas y las faltas de ciudadanía. En los medios de comunicación ocurre lo mismo: los jóvenes, como colectivo, son habitualmente desacreditados con hechos negativos. Rara vez se habla de la inmensa mayoría de jóvenes responsables y generosos. No se suele hablar del voluntariado, en donde numerosos chavales entregan muchas horas de su vida, o de organizaciones solidarias animadas por jóvenes. Hay entre la gente joven monitores y monitoras de Centro de Tiempo Libre, catequistas de niños y jóvenes, animadores sociales, cooperantes internacionales, universitarios que enseñan la lengua a inmigrantes, chicos y chicas que hacen voluntariado en Caritas, en Cruz Roja, en Proyecto Hombre, en Centros de ancianos, en proyectos con discapacitados, en organizaciones que luchan por la dignidad de la mujer… a pesar de las dificultades para acceder al mundo laboral y a un futuro esperanzador, hay, les aseguro, miles y miles de adolescentes y jóvenes maravillosos, que entienden la vida desde la donación y la generosidad. Rara vez se habla de ellos; da la sensación de que no existen…y los hay a miles.
Dicen que hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece. Ante la sonoridad de botellones -tan comprensibles como injustificables- que son estruendosos como un árbol que cae, existen miles de chicos y chicas que hacen de su vida un regalo. Tal vez haya llegado el momento en que se haga justicia y esta juventud tenga la relevancia informativa que merece.
En medio de la algarabía de los botellones de los jóvenes y del griterío sonrojante de nuestros políticos, estos chavales responsables y entregados hacen en silencio, con sus gestos, un mundo más habitable y humano.
Seguimos mirando a los ojos a la pandemia. Seguimos afrontando nuevas situaciones, a veces complicadas. Ahí andamos, entre fases y desfases, entre brotes y rebrotes, intentando doblegar el miedo y la desgracia.
Y es ahora, precisamente ahora, cuando la sociedad pone sus ojos asustados en unas realidades que ya estaban allí y a las que nunca solíamos mirar con sinceridad.
Ahora se va descubriendo que existen los ancianos, que en algunas residencias –no en todas, por supuesto- son aparcados desde el olvido a veces en condiciones poco saludables. Muchos de ellos se dejaron la vida a girones en otros tiempos para que el progreso y la libertad llegaran hasta nosotros. Muchos han muerto en soledad en la pandemia. Unos 50 han sido enterrados recientemente sin que nadie los echara de menos, sin que nadie les acompañara o preguntara por ellos.
Descubrimos que hay jóvenes, que desde hace años y en medio de una sociedad permisiva hasta el tuétano, han hecho del botellón, la noche y las supuestas fiestas una provocación a la salud y a la amistad. Y ahora les culpamos de lo que hemos construido para ellos. En un país como el nuestro en el que los educadores han sido tantas veces ignorados y en el que a los chavales se les han hurtado referencias éticas para crecer, ahora les vemos saltándose la noche y la prudencia, como siempre habían hecho. Y el dedo acusador les señala y les afea su conducta imprudente.
Descubrimos que hay un turismo deleznable que llega a nuestro país, animado por una publicidad que garantiza el exceso, para burlarse de la dignidad con el alcohol, las drogas y estulticia mientras esto se pague con dinero contante y sonante. Son los tipos del balconing y el desmadre absoluto, los que rompen las reglas y el mobiliario, los que se ponen hasta las trancas de alcohol y sustancias porque se lo pueden pagar y porque su locura beneficia a otros.
Descubrimos que hay temporeros, que acuden a millares desde hace años para hacer un trabajo que ningún autóctono quiere hacer y se ven con frecuencia obligados a dormir hacinados en locales insalubres o en las calles de las ciudades. Ahora, precisamente ahora, hemos visto cómo viven y sobreviven entre nosotros.
Aparecen de nuevo los inmigrantes ilegales, que son recluidos en los CIES y se afanan por escapar del horror, la violencia y el hambre. También se vuelve a hablar de pateras y llegadas masivas de personas africanas que buscan refugio, dignidad y paz. Llegan a un paraíso canalla donde al menos no tienen guerra y terror.
Y es que algunos de los brotes con de nuevo nos castiga el coronavirus parece que tienen su entrada a través de estos colectivos.
Los miramos ahora, y hasta hay quien les culpabiliza, quien se manifiesta escandalizado y trastornado por unas conductas y unas vidas a las que se les imputan todas las idas y venidas de la supuesta normalidad con que la pandemia nos zarandea. Pero estos colectivos, estas personas ya estaban antes, siempre han estado ahí, aunque no les quisiéramos ver y echáramos la vista para otro lado. Han salido a la luz precisamente ahora.
Que gran cosa sería que, dentro de unos meses, podamos mirarlos desde el respeto más absoluto sabiendo que todos, absolutamente todos, somos igualmente dignos e igualmente vulnerables.