CUANDO TODO ESTO TERMINE

Escribo en plena pandemia. De pronto todo se ha detenido.

Nuestra forma de vida ha entrado en un letargo impensable mientras conocemos, absortos, el dolor y la angustia que esta enfermedad va dejando. La prepotencia del bienestar, de los viajes, los lujos y los gastos…todo ha quedado relegado. Muchas personas empiezan a experimentar el tedio y el aburrimiento…otros hacen cuentas, preocupados, imaginando un futuro que económicamente va a estar necesariamente herido. Así que, casi sin tiempo para reaccionar, hemos tenido que mirar nuestra historia, nuestra vida, incluso nuestro interior, con otra perspectiva. Nos estamos dando cuenta que no es fácil ver…que no vemos como antes. 

Me gustaría, pues, que este tiempo me enseñara a mirar.

Quisiera que, cuando todo esto termine, haya aprendido a ver los detalles pequeños que hay a mi alrededor cada día. Durante este tiempo de miedos e inquietudes miramos a sanitarios, trabajadores de supermercados, transportistas, farmacéuticos, panaderos, servidores del orden…a toda una legión inmensa de personas sencillas que se nos está haciendo imprescindibles. Quiero aprender a verlos siempre con respeto, admiración, y gratitud. No suelen ser famosos…pero ahí están, desviviéndose no sólo ahora…cada día.

Otros no se ven, pero están ahí. Sabemos de docentes, tantas veces denostados, que se han colado telemáticamente en las familias y acercan la escuela a las casas; conocemos iniciativas de animadores pastorales y religiosos, que se esfuerzan desde las redes sociales para ayudar a redescubrir el sentido de la vida. Intuimos en todo ello a los informáticos, auténticos malabaristas de la comunicación, cuya presencia escondida es hoy absolutamente imprescindible. Quisiera aprender a mirar con admiración y afecto a los que acercan la cultura, el pensamiento y la reflexión a través de la técnica, quisiera reconocer con aprecio a todos aquellos que, también desde su confinamiento doméstico, posibilitan la comunicación entre los hogares a través de unas pantallas más humanas que nunca.  

Vemos ahora a tantos voluntarios y voluntarias que animan la vida y mitigan el dolor donde descubren que pueden ser útiles. La gente que hace mascarillas y batas, los que llevan comida a ancianos, los que arriman el hombro para construir Hospitales con urgencia, … Toda esta legión inmensa de hombres y mujeres voluntarios que se están prodigando en esta pandemia tienen que enseñarme a mirar a los miles de personas que a lo largo del año entienden la vida desde la donación y el compromiso, aunque su discreción habitual les haga a veces invisibles. Siempre están entre nosotros, pero no acabamos de fijarnos en ellos.

Pero también intuimos y hasta palpamos mucho sufrimiento en la pandemia. Quiero que las lágrimas silenciosas de los que no pueden abrazarse ni despedirse en los momentos de dolor y muerte me enseñen a mirar con entrañas de misericordia a todos los que siempre tienen que vivir su pena en soledad sin que nadie se acerque a su sufrimiento porque pasa desapercibido.

También hay cosas que no quiero volver a ver. No quiero ver políticos que se insultan, se descalifican, gritan y hacen de la mala educación un distintivo de su vida. No quiero ver a presuntos famosos que en las redes sociales muestran banalidades y estulticias indignas de la inteligencia. No quiero que los programas del corazón, los realitys y toda la bazofia que, en aras de la libertad de expresión, llena de basura las vidas de mucha gente, merezcan una mínima mirada.

Hemos mirado a los ricos, a las presuntas celebridades, a los que despilfarran, a los niñatos adinerados y caprichosos, nos han querido encandilar mostrándonos los banquetes exquisitos, las pasarelas del glamour, las viviendas millonarias…Hemos podido estar invidentes y hasta deslumbrados ante tantas cosas apagadas.

Hoy, como el ciego del camino, desearía decirle a Jesús en estos días “Señor, haz que vea”.

Me gustaría que así fuera…que de verdad aprendiera a ver…que este confinamiento me fuera educando para que mi mirada fuera distinta…cuando todo esto termine.

JOSAN MONTULL

UN VIRUS PARA EDUCAR

De pronto se paró el reloj. Se cancelaron proyectos y se anularon las agendas. Lo cierto es que nos lo veíamos venir, pero fue un mazazo: llegaba una pandemia, había que confinarse en casa. De nada valían las excusas y las justificaciones; había que estar recluido las 24 horas del día. La responsabilidad y la solidaridad llevaban a meterse en la vivienda de cada cual –vete tú a saber hasta cuándo- y cambiar el ritmo de vida.

Y tuvimos que ingeniárnoslas para, en lugar de ser prisioneros del tiempo, llegar a ser dueños de nuestro propio tiempo…y no era tarea fácil.

Los mayores, reos de mil compromisos, teníamos que organizarnos en casa. Los chavales, con una agenda complicadísima en cuanto abandonan la Escuela, tenían que convivir con sus familiares las 24 horas del día. Ya no había extraescolares, ni fútbol, ni idiomas, ni música… De nada servían los abuelos, que tantas veces solucionan la papeleta, esta vez eran los progenitores los que debían estar en casa, armándose de paciencia, organizando los tiempos y los espacios, obligados a compartir, en una especie de Gran Hermano nacional, una situación de entrada angustiosa.

Y en esas estamos.

Son muchas las reflexiones que en estos días nos estamos haciendo en este confinamiento. A mí hay una que me ronda la cabeza. Ésta es una situación que podemos aprovechar como una oportunidad para la educación. Y me explico.

La pandemia que nos relega a nuestras viviendas puede ser una experiencia vitalmente tan intensa que favorezca la maduración de nuestros chavales. Por una vez, las privaciones, las dificultades, las incomodidades de la vida no van a tener que verse desde una pantalla o a estudiarse desde la literatura, o a maquinarse desde un juego electrónico. Sin que lo pretendiéramos, he aquí una experiencia difícil que hay que superar como un reto muy arduo, una especie de Campo de Trabajo en el hogar en el que cada cual tiene que privarse de muchas cosas (que antes parecían imprescindibles) y centrase en lo esencial.

El confinamiento puede ayudar a que nuestros chavales entiendan el valor del sacrificio y a apreciar lo que nunca sale en los medios: los médicos, los carteros, los profesionales del transporte, las personas que hacen la limpieza o que recogen la basura, la entrega de las fuerzas de seguridad, el papelón de los reponedores en las tiendas y de las personas que están en una caja cobrando…Toda esa legión de héroes anónimos que hacen posible nuestra vida nos aportan mucho más que tantos famosos, deportistas millonarios o artistas excéntricos ante los que tantas veces nuestra sociedad se ha puesto de rodillas.

Nuestros chavales tienen ahora una posibilidad extraordinaria para entender que los programas del corazón, que exhiben infidelidad y desamor, que animan por dinero a la falta de entrega, son un insulto a la vida de unos padres o familiares que, también en los tiempos difíciles, siguen apostando por el amor y la donación.

Estos muchachos confinados tienen la oportunidad de acercarse –aunque desde muy lejos- al drama de los sin techo, de los refugiados, de todos aquellos hombres y mujeres que no pueden recluirse en sus casas sencillamente porque no tienen. Vista así, la casa, lejos de ser una prisión donde nos confinamos, es para nosotros un privilegio y un refugio. Así descubrirán que el confinamiento no es igual para todos porque las enfermedades -que no hacen distingos de razas ni clases sociales- no pueden ser afrontadas de la misma manera por los pobres que por los enriquecidos.

Estos jóvenes encerrados en sus viviendas tienen la posibilidad de ver el valor de la cercanía, de los detalles sencillos, de la ayuda mutua, de la llamada cariñosa del favor desinteresado, de tantos gestos humildes que antes pasaban desapercibidos y adquieren una grandiosidad magnífica en los momentos de apuro. La propuesta de aplaudir desde las ventanas a las ocho de la tarde reconociendo el trabajo ingente y generoso de tatos hombres y mujeres les puede unir a muchos vecinos a los que ni siquiera conocía y que participan de la misma preocupación.

Nuestros chicos y chicas tienen la oportunidad de valorar de nuevo la vida de los abuelos, de los familiares distantes, de aquellas personas que les han cuidado con un cariño extraordinario y ahora necesariamente tienen que estar lejos, añorando como nadie el beso y la caricia.

Pueden nuestros adolescentes apreciar la escuela, a los docentes, a la gente que se esfuerza con entrega y profesionalidad por su educación, aunque a veces hayan sufrido tanto desdén social.

El dolor existe, como existe el sufrimiento, la dificultad, las contrariedades, las privaciones y todo aquello que se les está hurtando a nuestros jóvenes aun a riesgo de hacer de ellos personas frágiles, almibaradas y en nada resistentes a todas las frustraciones que les tocará vivir. Tal vez puedan descubrir, cuando volvamos a la vida cotidiana, que cosas como tirar un papel al suelo, ser ingratos, enfadarse por minucias, tener mala educación, no aprovechar el tiempo o menospreciar el entorno, por ejemplo, se convertirán en un desprecio enorme a las personas que les cuidaron durante el confinamiento.

Aprenderemos todos porque para todos ésta va a ser una experiencia única, no deseada, pero única. La historia será distinta el día que salgamos a la calle. Nada volverá a ser como antes. Posiblemente valoraremos como nunca las cosas sencillas y, por fin. podremos entender el valor de lo inútil, de lo que no cotiza, de lo aparentemente irrelevante pero que da sentido a la vida.

Estos chavales, que han sufrido el ninguneo en sus currículums escolares de las asignaturas humanísticas, están viviendo una situación vital muy intensa y que necesariamente tendrán que interiorizar. Habrá que ayudarles para que así sea. No se les puede dejar solos, ni ahora ni después. Habrá que acompañarles para que lo que están viviendo les ayude a madurar y crecer.

Y los adultos también aprenderemos de ellos. Serán la generación Covid 19, una generación con posibilidad de enseñar a sus mayores que las cosas más importantes son precisamente aquellas que nunca apuntamos en nuestras agendas.

JOSAN MONTULL