Salesiano, cura, profesor, licenciado en teología, twittero, educador, cinéfilo, teatrero, tertuliano, remo a contracorriente y apuesto a perder, uso el micro en la radio, el show en las tablas, la pizarra en el aula, el juego en el patio, la broma en la calle, la pluma en la prensa y todo lo que sea menester para acercar a Jesús a los chavales y construir una Iglesia sencilla y profunda donde todos puedan sentirse queridos y en casa.
Desde hace un tiempo se está hablando del suicidio. Ha sido un tabú y hemos intentado esconder el tema para no provocar estigmas en las familias que han vivido en su seno este drama, pero lo cierto es que la cuestión está ahí y cada vez preocupa más, sobre todo sabiendo que es la mayor causa de mortalidad entre los jóvenes de 15 a 29 años, por encima, incluso, de los accidentes de tráfico. La realidad es así de fría y dura: en nuestro país están creciendo preocupantemente los suicidios de niños y jóvenes.
No podemos mirar a otro lado, hay adolescentes y jóvenes en nuestros ambientes que manifiestan poco apego a la vida, menosprecio de sí mismos y la certeza de que son una carga para los demás.
El bulling, la despersonalización de las redes sociales, el culto a la estética y al dinero, la falta de buenos modelos de identificación, la banalización de la vida… no sabemos dónde está la causa. Por otra parte, nuestro modelo cultural está arrinconando la trascendencia y menospreciando lo religioso, de modo que la vida humana no tiene una visión que mira al más allá. Por eso deberíamos preguntarnos qué es lo que le pasa a una sociedad del bienestar cuando aumenta el número de chavales que no quieren vivir.
Incluso se detectan cada vez más trastornos psiquiátricos y mentales en los adolescentes. Si, además, hay utilización de estupefacientes, las conductas tienen más peligro.
Habrá que revisar qué estamos haciendo mal, qué valores transmite nuestra sociedad, qué modelos de referencia tienen nuestros chavales y cuáles son sus expectativas de futuro.
Urge que en nuestros ambientes educativos detectemos esta problemática. El nihilismo y la falta de sentido de la vida se están instalando en muchos ámbitos sociales. La intolerancia a la frustración que tienen muchos jóvenes a los que todo se les ha consentido lleva a algunos a la depresión y el abatimiento ante las contradicciones y dificultades que la vida presenta.
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Un gran educador, Don Bosco, decía que no sólo había que amar a los jóvenes, sino que estos debían sentirse amados. Tal vez en los sistemas sociales y educativos se haya relegado el amor. Un niño que no se siente querido no se querrá a sí mismo. Es necesario que los chicos y chicas se sientan queridos, animados, comprendidos. Urge dejarles hablar, ayudarles a que descubran lo mucho que valen. Hay que hacer posible que descubran en sus educadores a hombres y mujeres que dan testimonio, con sus acciones, de que la vida es un don maravilloso que hay que cuidar y construir.
Cada suicidio infantojuvenil es un signo terrible que pone de manifiesto las deficiencias de un estilo social que hemos creado y que va estigmatizando y dejando de lado a numerosos adolescentes. No podemos cerrar los ojos; tenemos que preguntarnos qué está pasando.
Atrevámonos a construir la vida. Atrevámonos a vivir.
El pasado mes de Junio una avalancha de migrantes subsaharianos llegaron a Melilla intentando entrar en Europa, paraíso soñado por ellos desde hacía mucho tiempo. La valla cedió, las policías golpearon con violencia a los migrantes y hubo –oficialmente- 23 muertos, si bien algunas fuentes dicen que se llegaría a una cincuentena.
Parece que las policías –marroquí y española- se vieron superadas y el caos que se produjo tuvo esas consecuencias tan horrendas.
Un grupo de inmigrantes subsaharianos intentan saltar la valla de Melilla. (Foto: Getty)
A partir de ese momento, las acusaciones políticas volaron en una y otra dirección. Se solicitó la dimisión del ministro del interior de España, otros acusaban directamente a Marruecos, algunos decían que no había que confundir la dedicación de las fuerzas del orden con la ineptitud de algunos políticos…descalificaciones, insultos, acusaciones, reivindicaciones populistas…todo un cúmulo de diatribas han ocupado los medios de comunicación.
Y ahí están las imágenes; seres humanos golpeados, arrastrados, amontonados, muertos y vivos, ante la mirada de los guardias, gemidos, gritos de dolor y angustia…seres humanos.
Cada uno de esos hombres hacinados es un ser humano, una persona, con sus aspiraciones, sus sufrimientos, sus seres amados, su familia. Más de 5.600 migrantes han muerto desde 2021 en su intento de llegar a Europa. El Mediterráneo se ha convertido así en una inmensa tumba para muchos desheredados.
Esas imágenes no pueden dejarnos indiferentes. Es Dios mismo el que está siendo apaleado, arrastrado y asesinado. Durante estos días vamos a celebrar la Encarnación del Hijo de Dios, un hijo que más tarde fue crucificado por los poderes del momento ante la indiferencia de muchos.
Celebrar la Encarnación es descubrir que en cada migrante que buscar vivir con dignidad y es víctima de tanto sufrimiento se esconde el latido de un Dios que, lejos de permanecer en un Cielo alejado, se ha hecho uno de los nuestros y se manifiesta en la fragilidad de Belén, porque no hay sitio en la posada o en la valla de Melilla porque no tiene sitio en Europa.
Todos la conocemos muy bien. Su historia la tenemos grabada en la memoria y en cuanto escuchamos las primeras frases, ya sabemos cuál va a ser la narración.
“Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó…”. Ya está, no necesitamos más, es la parábola del buen samaritano. La historia, narrada maravillosamente por Jesús, cuenta que un hombre que bajaba de Jerusalén es atacado y abandonado en el camino, dado por muerto. En esta situación agónica, por fin pasa un hombre, era un piadoso sacerdote, luego pasa un levita muy devoto y, viéndolo, se apartan y continúan su camino dejando al hombre muriéndose. Ambos seguían la prescripción legal de no tocar cadáveres para que no quedar impuros ante Dios. Finalmente pasa por allí un samaritano del que no se puede esperar nada bueno porque era de otra raza, cultura y religión, de un pueblo enfrentado con sus vecinos. Sorprendentemente el extranjero atiende al malherido con un cuidado exquisito y, con una naturalidad excelente, le salva la vida.
Es muy probable que, en el imaginario de los oyentes de la parábola, estuviera la convicción de que tanto la víctima como los dos devotos caminantes que la evitan, bajaran del Templo, el lugar de encuentro con Dios. De lo que no cabía duda era que el samaritano no bajaba del Templo. Ellos tenían otras tradiciones religiosas e, incluso, otro Templo.
A partir de la aparición de este personaje extranjero, los verbos que se utilizan son profundamente significativos.
El samaritano vio al malherido
Se compadeció de él.
Se acercó.
Le curó.
Lo montó en su cabalgadura.
Lollevóa una posada.
Casi sin quererlo, el evangelista, al referir esta parábola de Jesús, describe las características de las personas que hacen algún tipo de voluntariado.
La persona voluntaria es la que camina al lado de los necesitados, ve su realidad sin mirar para otro lado, experimenta un sentimiento de compasión que le lleva a pararse y a acercarse al que sufre. Luego toca su dolor, la causa de su sufrimiento, se compromete con él, hace lo que puede para aliviar su situación para posteriormente acercarlo a un centro especializado donde le puedan atender con profesionalidad. Hecho esto, el voluntario desaparece y continúa su camino con los ojos bien abiertos y el corazón dispuesto a volverse a conmover.
Siempre me ha gustado imaginar qué hubiera ocurrido si la parábola hubiera continuado. Estoy convencido de que nuestro amigo samaritano se sentiría feliz por ser útil a un menesteroso, imagino que seguiría su camino con más alegría que cuando lo emprendió. Cuando llegara asu pueblo y contara su historia, algunos amigos no entenderían la solidaridad con un extraño y potencial enemigo, otros se crearían muchos interrogantes; sus hijos -si es que los tenía- escucharían boquiabiertos y admirados la hazaña sencilla de su padre; su esposa se sentiría más enamorada que nunca de aquel hombre bueno. Al día siguiente, y sigo imaginando, subiría al templo del monte Garizím para dar gracias a Dios por el don de la misericordia que le había llevado a atender la vida de un judío que, de no ser por él, probablemente estaría ya muerto.
En la actualidad hay muchos samaritanos junto a nosotros; hombres y mujeres que, independientemente de sus razas, opciones políticas o credos, hacen de la solidaridad una bandera. Los hay quienes dedican su tiempo a ser monitores en Centros de Tiempo Libre, otros cuidan ancianos que están solos, otros atienden el teléfono de la esperanza, otros participan de proyectos que atienden a personas con adicciones, enfermos, indigentes, personas discapacitadas, niños y niñas, jóvenes, familias, inmigrantes y refugiados/as, reclusos/as y ex-reclusos/as, personas sin hogar…
Incluso algunos se hacen la maleta y marchan un tiempo a países de Tercer Mundo a colaborar en lo que buenamente pueden para practicar la misericordia.
Son los voluntarios y voluntarias, profetas cotidianos que nos enseñan el valor de la compasión y la entrega, gente buena que –lejos de sumarse al rebaño los que miran hacia otro lado- son capaces de dar y darse. Cuando acaban su servicio, siguen su camino, como el samaritano y, como el samaritano, salen más alegres, conscientes de que reciben mucho más de lo que dan. Para los no creyentes son testigos de que el amor es más importante que la religión. Para los creyentes son signos vivos de que la única religión verdadera es la que nos lleva a amar.
Reparto: Bahia Haifi, Noam Jenkins, Kelsey Chow, Merik Tadros, Taymour Ghazi, Eddie Kaulukukui, Maz Siam, Noelle Lana, Ahmed Lucan, Noelle Romberger, Arti Sukhwani
Productora: Justin Bell Productions, Outside Da Box, ReKon Productions
Muchas películas se han aventurado a mostrar la figura de María de Nazaret. Normalmente el acercamiento artístico desde el cine a la figura de María se ha hecho en películas sobre su hijo. Las muchas vidas de Jesús llevadas al cine han tenido, lógicamente, que retratar a su madre. En menos ocasiones la Virgen se ha convertido en la protagonista del film.
En LLENA DE GRACIA los protagonistas absolutos de la obra son María y Pedro. Si bien, como diremos, se trata de una película difícil y no para cualquier público, su director Andrew Hyatt hace un acercamiento teológico excelente a la figura de María. Ahí está el gran mérito del film a la vez que la gran dificultad para el gran público.
Estamos en el año 43 DC, Hace unos 10 años de muerte y resurrección de Jesús. María vive retirada con la joven Sara, quien la cuida y atiende. Consciente de que es madre de la comunidad, llama a Pedro para que se reúna con ella.
Pedro está abrumado por los problemas que empiezan a surgir en el seno de la comunidad con la rápida expansión del cristianismo. Hay que elegir los textos fundantes, además tienen que definir el rumbo y discernir sobre el significado de la figura de Jesucristo como Hijo de Dios. Está muy preocupado por cómo interpretar la verdad de la que es testigo. Está sobrepasado ante la diversidad de culturas por las que el cristianismo se está extendiendo, Pedro no deja de preguntarse cómo hay que acercar a Jesús ante tantos y tan distintos hombres y mujeres. Tiene la responsabilidad, -que le recuerdan insistentemente los discípulos- de decidir sobre importantes cuestiones, y se siente superado y bloqueado. Pedro reza y se presenta a visitar a la madre con una gran carga en el corazón. Está seguro de que ella podrá devolverle la serenidad
Y este encuentro es precisamente el meollo de la película. Gran parte de su metraje está dedicado a esos diálogos pausados de María y Pedro. Pedro trae preocupaciones y angustia, María aporta maternidad y recuerdo permanente de Jesús. Pedro, ante María, se desahoga. “Creen que conocen la verdad, pero no le conocen a él”.
Los diálogos son de una riqueza religiosa extraordinaria. El tono tranquilo invita a la meditación. Las frases se suceden y, con Pedro, nos sentimos invitados a reflexionar sobre la esencia de nuestra fe en un contexto cultura difícil, en el que el mensaje de Jesús parece no calar.
Pronto el espectador va haciendo suyas los interrogantes de Pedro. ¿Qué es la fe?, ¿Dónde queda el mensaje de Cristo en medio de la maraña eclesial?, ¿cómo ser fieles a Jesús sin aislarnos de este mundo?; ¿Cómo aceptar la Tradición y ser fieles a la novedad del evangelio?, ¿qué queda de la ilusión primera cuando ahora estamos en medio de preguntas teológicas para argumentar desde la razón nuestra fe? Estas preguntas de Pedro son, en definitiva, las preguntas de la Iglesia de todos los tiempos. La encarnación supone precisamente esto, no es únicamente que el Hijo de Dios se encarnara en un momento de la Historia determinado. Cristo encarnado se sigue haciendo carne en Historia en todos los tiempos. El Evangelio tiene que inculturarse en todos los tiempos y en situaciones diversas y cambiantes. ¿Cómo armonizar los tiempos actuales con el amor a Jesús?… esa es la pregunta clave. Pedro, en definitiva, se pregunta cómo hemos podido llegar hasta aquí.
Si las preguntas no son fáciles para cualquier cristiano, menos lo son para aquel que tiene la responsabilidad de animar y orientar a la comunidad. Y aquí aparece una de las genialidades de la película, María es la referencia perfecta para encontrarnos con Jesús en los momentos de dolor y de incertidumbre. María aparece como Madre (así la llaman los discípulos), que intercede y orienta.
Permanentemente María invita a mirar a Jesús, a recordar el primer encuentro con Jesús. Sugerentemente el rostro de Cristo no aparece nunca en la pantalla; en los flash backs en que se recuerda el primer encuentro, sólo aparece el rostro de Pedro o de los discípulos sintiéndose atrapados por la figura de Cristo, a quien han encontrado. Esta insistente referencia a Jesús que hace María queda perfectamente reflejada en una conversación que tiene Pedro con Sara, la joven que cuida a la Virgen. Pedro, algo avergonzado, le pregunta a Sara cómo puede ella tener tanta fe si no vivió con Jesús -como él- ni tan siquiera le conoció. Sara responde que “Yo estaba perdida y sola. María me abrió los brazos y se ocupó de mí cuando quedé huérfana. Me amó, aunque no tenía por qué hacerlo y por ella sé todo lo que ocurrió. Pero no fue eso lo que despertó mi fe. No conocía a Jesús, pero, cuando le miro a ella a los ojos, o cuando observo cómo vive, es cuando sé que todo es verdad, lo veo a él en ella, lo oigo a él a través de ella”.
Esta sutileza poética y profunda de Sara se repite a lo largo del metraje del film. María le expresa a Pedro la dificultad de tener fue “La fe no es algo que se pueda expresar en unas cuantas palabras, es necesario que la vivamos, que la respiremos, y –sobre todo- que llevemos a la vida esa luz que es derramada sobre nosotros… aunque también se sufre en la luz…Pero la luz nunca desaparece del todo, el camino de la fe trae consigo una promesa, “la dulce promesa de que nunca seremos abandonados
En la reflexión sobre el dolor y la esperanza que comporta la fe, Pedro recuerda el martirio de Santiago, el primer apóstol asesinado. María recuerda a su vez el dolor de la muerte de los niños inocentes a manos de Herodes, dolor que quedó fijado en su memoria y que aún le persigue. Con la comunidad le rezan a Santiago pidiendo que interceda por ellos.
María sigue animando a mirar a Jesús en medio de las dificultades: La cuestión no es dejar de luchar -dice- sino a dónde miraremos mientras luchemos…hay que dejarse llevar por Jesús, el camino está marcado.
En una escena muy hermosa, la comunidad presidida por Pedro da la unción a María y celebra la Eucaristía. María aún tiene tiempo de dar los últimos consejos a sus hijos animándoles a recordar el día de la llamada, guardarlo en el corazón y cuidar ese recuerdo porque, como dice ella, Cuando os miro a vosotros veo el mismo rostro de mi hijo resucitado…Recordad el primer instante en que él os miró.
Tras la muerte de la Madre, Sara le pregunta a Pedro “Ahora qué haremos” a lo que Pedro, con una renovada convicción de ser el animador y responsable de la comunidad, le contesta: Haremos exactamente lo que ella hizo: escucharemos, seguiremos y confiaremos. Es hora de contar al mundo la Buena Noticia. Pedro, gracias a la intervención de la Madre, ha recuperado su fortaleza e ilusión para seguir guiando a la Iglesia.
La película, de bajo presupuesto y rodada en tan sólo10 días, se convierte en una bellísima reflexión teológica sobre el papel de María en la Iglesia. Se trata de un film eminentemente contemplativo; con un lenguaje relajado, la película cautiva y emociona por la belleza y trascendencia de los diálogos. La música de Sean Johnson y la fotografía de Gerardo Mateo, rodada con cámara en mano durante todo el metraje y con un tratamiento exquisito de la luz, hacen que todo el film sea una oración en las que se van desgranando letanías obteniendo pleno sentido: “Madre de la Iglesia, Madre de la misericordia, Madre de la divina gracia, Madre de la esperanza, … Virgen fiel, Trono de la sabiduría… Consoladora de los afligidos, Auxilio de los cristianos…”
Todo en el film destila espiritualidad. En la pantalla van desfilando los personajes tocados por un aura de luz que quedan sumergidos en el Misterio y que invitan al espectador a apropiarse de las respuestas porque comparte las preguntas.
“Llena de Gracia” entronca con los grandes de cine espiritual: Dreyer, Bergman, Bresson. Película tan hermosa como difícil, sólo apta para un público preparado y abierto a la reflexión. Pocas veces el cine ha reflejado con tanta profundidad la vida de María y el sentido de la auténtica devoción.
No es una película para ver, es una película para contemplar.