Abuelos y abuelas
Existen los abuelos. Los encontramos en muchas casas, en muchas familias, en muchos ambientes. Han acumulado años de historia, de vida, de sinsabores y esperanzas y aguantan el tipo con dignidad. La edad, canalla, les juega malas pasadas, y lo que antes eran reflejos rápidos y pasos decididos se convierten ahora en gestos tímidos y torpes, cargados de poesía y de profunda humanidad.
Un día, hace mucho tiempo, empezaron a hablarles de Dios a sus hijos. Era algo natural, sencillo. El ambiente y la vida de aquellos años favorecía una fe que la ósmosis transmitía. Fueron contando historias de Jesús, de su bondad y su amor, del drama de la cruz y de la alegría de la resurrección. Acompañaron a los hijos a su primera comunión con la ilusión a raudales e hicieron una fiesta sencilla, con canelones y pollo como manjar. Guardan la foto en la mesilla de noche y en el corazón. Se sentían orgullosos al ver a sus pequeños en la misa haciendo de monaguillos, muy formalitos ellos.

Y los más de ellos les llevaron al altar. Se emocionaron y recordaron en la Iglesia a los seres queridos que ya no estaban mientras celebraban la boda de sus retoños. Otros, sin entender el mundo que les tocaba vivir fueron al Juzgado o al Ayuntamiento y tuvieron que renovar la fe en sus hijos como la tenían en Dios del que tanto les habían hablado.
Y un día sus hijos les hicieron abuelos. Y el cariño, la ternura y el amor se renovaron con los hijos de sus hijos. Se estremecieron cuando los tomaron en brazos y, casi sin quererlo, les hicieron la señal de la cruz en la frente.
Sufrieron porque el bautismo de los nietos parecía que no iba a llegar nunca. Por fin, llegó, y renovaron la ilusión. Se desconcertaron al ver un banquete desmedido y un ambiente en el que en la fiesta se hablaba más del vino que de Jesús.

Y fueron creciendo con sus nietos. Y pasaron con ellos muchas horas, cuidando, acompañando, amando. Y siguieron testimoniando la fe. Volvían a hablar de Dios, de la Virgen, de los Santos…les empezaron a acompañar a la Iglesia, pero no daba la sensación de que a los padres de las criaturas les hiciera mucha gracia.
Y llegó la comunión de los nietos. Volvieron a encontrarles ante el altar, rodeados esta vez de fotógrafos y de cámaras…y en el Restaurante llenaron de agasajos y regalos a las criaturas en una fiesta en la que no faltaron los animadores y los agasajos.
Y, de nuevo, los padres de aquellos retoños se acomodaron en el silencio. Dios no aparecía en la casa…Los nietos crecían en medio de la indiferencia religiosa de sus progenitores. Y allí estaban los abuelos, volviendo a hablar de Dios, cada vez con la voz más queda y frágil. Aunque las criatura, más creciditas, les decían “abuelo, abuela…ya nos lo habéis contado”.

Existen los abuelos. Son héroes callados que anuncian a tiempo y a destiempo a Jesucristo en medio de un ambiente con frecuencia hostil o indiferente. Rezan, animan, acompañan, aman, dan, se emocionan…y testimonian a Jesús de Nazaret. Sus nietos son su parroquia, su testimonio es su predicación.
Cuando tantos educadores de la fe se desaniman, cuando los llamados agentes de pastoral quieren tirar la toalla, cuando tantos educadores cristianos ya no saben cómo hablar de Dios, el testimonio silencioso de los abuelos y abuelas se convierte en una lección de fidelidad extraordinaria.
Bendita Iglesia, que en estos hombres y mujeres tiene unos militantes extraordinarios.
Josan Montull
¡Muchas felicidades a todos los llamados Joaquín y Ana, y a todos los abuelos del mundo!

Dirección: Paolo Dy y Cathi Azanza

La segunda parte narra el periplo existencial de la conversión de Ignacio. En esta parte el film gana mucho y resulta ser mucho más convincente. Los directores nos dan a conocer que acoger el misterio de Dios en la propia vida es una batalla mucho más difícil que las que se libran con la espada y las armas de fuego. Tener que combatir contra uno mismo y contra la misma Iglesia a la que se ama no es sencillo.


Cuando el equipo de televisión acudió a Ruanda había pasado ya un mes largo de los acontecimientos. Aterrizaron en aquel país donde la sangre había corrido a raudales semanas antes y, para sorpresa suya, fueron acogidos por unos compatriotas. Eran misioneros y misioneras de España que llevaban años allí y se habían negado a abandonar al pueblo ruandés, independientemente de su etnia, para compartir la suerte de las víctimas. Estos misioneros eran los supervivientes de la tragedia porque muchos habían caído bajo los machetes y habían derramado su sangre en aquella tierra maldita y de Dios a la que tanto habían amado.